¿MONTES…QUIÉN?

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Virginia Domeño

Me llega un correo electrónico de una conocida editorial jurídica anunciando el libro del profesor Cristóbal Molina “La reforma laboral a juicio de los Tribunales”. Dice el mail que analiza las cincuenta resoluciones judiciales más relevantes dictadas en aplicación de la reforma laboral (ya saben, la de Rajoy). Y me llama la atención el siguiente párrafo: “Tras cuatro años de aplicación judicial de la reforma laboral de 2012 es momento de hacer un balance global. En estos años se han dictado centenares de sentencias que concretan, modulan o, incluso, corrigen la voluntad del legislador de cambiar la vieja seguridad en el empleo por la nueva mayor adaptabilidad de las condiciones laborales…”.

¿Corrigen la voluntad del legislador? Igual es que entiendo mal el término “corregir”. Vamos a la RAE a ver qué nos dice: “enmendar lo errado” (primera acepción); “advertir, amonestar, reprender” (segunda acepción). Vaya pues, lo entendía bien.

Cuando hablamos de la reforma laboral de 2012 (o de la mercantil de 2035 si la hubiera) estamos hablando de los cambios operados en un texto legal o, mejor aún, del contenido de la ley a partir de ese momento. Los juzgados y tribunales no aplican la reforma laboral, ni la reforma concursal, penal o fiscal. Aplican las normas laborales, mercantiles, civiles o fiscales vigentes, resultado de los cambios que puedan haber sufrido a lo largo de su existencia. Según parece, ahora también enmiendan las normas allí donde el legislador ha errado, conclusión ésta a la que no sé bien cómo llegan (aplico esta norma porque el legislador acertó pero no esta otra porque el legislador, mira tú por dónde, se ha equivocado).

No habrá licenciado en Derecho (o grado en Derecho con los nuevos planes) al que no le suene aquello de la separación de poderes. Sí, lo de Montesquieau. Un legislativo que hace, modifica y deroga leyes, un ejecutivo que se encarga de la gestión pública y de ejecutar las políticas generales y las decisiones de los otros dos y un poder judicial que administra la justicia aplicando la ley al caso concreto. En nuestra Constitución artículos 66, 97 y 117 respectivamente. Esta separación de poderes, junto con el sistema de controles y contrapesos que proceda y el respeto a un listado más o menos amplio de derechos fundamentales constituyen la base del Estado democrático moderno.

El intríngulis de la cosa reside en que cada poder no pisa a los otros. No está por encima ni por debajo, simplemente tiene funciones propias y en ellas es soberano. No hay subordinación sino coordinación. El lehendakari no le dice (léase no es quien para decirle) al técnico del Ayuntamiento de Amoroto cómo ha de resolver una solicitud administrativa y ninguno de los dos ordena al juez en qué sentido debe fallar un litigio. El juez controla la actuación del técnico e incluso del presidente, en caso de que se ejercitara acción judicial contra ellos o sus actos, bajo el único parámetro que le condiciona: la Ley. Ninguno manda sobre el otro, la Ley manda sobre todos.

Dado que la Ley se elabora por el poder legislativo cabe considerar cierta primacía de éste sobre los demás, si bien limitada por la propia Ley – en cuanto exige mayorías reforzadas para la creación o modificación de normas esenciales – y por el juego democrático. Vamos, que si legislador no nos gusta podemos poner otro en las próximas elecciones (con el mayor o menor juego que el sistema de partidos y su panorama de líderes sea capaz de ofrecer, que es otro cantar), mientras que al personal administrativo y judicial no los elegimos – se supone acceden a sus puestos con arreglo a principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad – y tampoco podemos cambiarlos.

El juez no tiene por qué estar de acuerdo con la Ley, pero sí tiene que aplicarla. Si no le agrada aplicar la ley, mejor cuelga la toga y se dedica a otros menesteres. Si te gusta chutar no te metas a árbitro. Hay quienes parecen no entender esto, pero como aún son los menos (todo se andará) lo piensan mejor y rectifican.

Luego está que somos humanos, claro. Y que la sociedad cambia y que la ley se aplica conforme al contexto social e histórico y que puede admitir diversas interpretaciones razonables y tal. Es bueno que así sea, siempre que las variaciones aplicativas de la norma obedezcan a razones convincentes, argumentadas y no voluntaristas y no se altere gravemente la seguridad jurídica porque, en definitiva, es la seguridad jurídica lo que nos hace fiables.

A ningún operador del mundo social se le escapa que la reforma laboral se encontró con un importante rechazo en el mundo judicial y académico. Pero es la Ley, amigo. Los profesores de universidad, los abogados, el sindicalista, el tertuliano de turno y los vecinos del sexto podemos poner a parir la Ley. El juez tiene que aplicarla. Porque el juez no chuta, arbitra.

Sin embargo, decenas de sentencias dictadas en aplicación (se supone) de las vigentes normas en materia de despido objetivo, ultraactividad de los convenios y otras cuestiones afectadas por la reforma han transmitido la impresión de cierta rebeldía judicial a aplicar la Ley que, por supuesto, jueces y magistrados negarán. Negarán la rebeldía porque la impresión ya es más difícil negarla. Y lo negarán porque, creo yo, todos somos conscientes de que un juez no puede admitir que no está aplicando la ley, faltaría más.

Como todavía faltan años para la jubilación y quedan muchos procesos por delante, uno se pasa el día esforzándose por eliminar la creciente sensación de que algunos jueces están haciendo de su capa un sayo. Si ejerces la abogacía pensando así ejerces cínicamente y eso ni es bueno para los demás ni es fuente de felicidad para ti. Y así estamos cuando llega el correo publicitario de marras diciéndonos que el libro anunciado recopila varias sentencias que “concretan, modulan o, incluso, corrigen la voluntad del legislador”, como si nos estuvieran contando que tiene tapa dura y prólogo del magistrado Blas.

Así que servidor se viene abajo porque resulta que lo que consideraba una enfermiza sensación íntima se anuncia como una natural circunstancia, al parecer tan pública (¿y aceptable?) que bien puede actuar como reclamo publicitario.

Este recordar la importancia de la seguridad jurídica y el sometimiento de todos (jueces incluidos) a la Ley cuando está de por medio la reforma laboral suele torcer más de un gesto, el de aquéllos que por su oposición (fundada o borreguil) a dicha reforma consideran encomiable la resistencia judicial a cumplirla. ¿Pensarán lo mismo cuando un tribunal niegue a una pareja homosexual su derecho a contraer matrimonio? Yo sí, yo seguiré pensando que tan mal está pasarse la ley por el arco del triunfo cuando nos gusta que cuando nos desagrada.

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Abogado en ejercicio. Socio de Acies Abogados S.L.P. Profesor de Relaciones Individuslaes de Trabajo (Univ. Deusto) y del Master de Acceso a la Abogacía (Univ. Deusto - Col. Abog. Bizkaia) y de diversos talleres jurídicos.

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